lunes, 1 de abril de 2019

El veinticiete de Febrero

Tomé el libro, con sus páginas gastadas y amarillas. El anillado desencajado al final. Lo senté sobre mis piernas. Las páginas y el ejercicio ciento veintiocho.
 Fuera caía una tormenta glacial, el cielo gris.
La melodía del ejercicio ciento veintiocho que un veintiuno de Febrero no pudo ser cantada más que en un registro grave. Los ojos ébano almendrados de Darío, expectantes. Los míos absortos, descolocados. La pregunta.

Salgo caminando por los pasillos. El sillón verde.  El chelista deslizando su arco sobre las cuerdas, Las puertas de vidrio. Afuera todo olas y yo encallada.
La conversación que todo lo cambiaría, que disiparía los supuestos. Me acomodo gradualmente a ella, a los argumentos persuasivos que había que mencionar y a la decisión.

Tomo el ascensor y bajo hasta el menos uno, cruzo el torniquete y abro el paraguas. Salgo a la calle y tomo el bus.
El lugar. El edificio Dalí, con sus paredes blanquecinas y sus interminables escaleras de vidrio.
El doctor y el diagnóstico inflexible. La llamada telefónica al pianista. El llanto.

Los audífonos , las orejas congeladas, escuchando la catedral sumergida y lo que queda de mi desaparece. Me siento más sola que nunca, con una sonrisa apenas dibujada, un aspecto apenas distinguible.
El correo y su respuesta. El huracán. El concierto y su parafernalia.
No quiero afrontar nada. La disyuntiva entre cancelar o hacerlo. Los mensajes de Juliana.
La decisión para el veintisiete de Febrero.

Dos días antes voy con Manuel al café de la esquina. Pedimos un croissant de almendras. No puedo hablar demasiado, pero el deja que lo haga. Sobre la mesa el mantel a cuadros rojos, dibujo en una servilleta. De nuevo llueve, una lluvia diferente. Diáfana y cristalina.

El veintisiete de febrero es un miércoles. La almohada caliente y hundida y los pequeños rayos de sol colandose bajo la rendija de la ventana. Tengo exámen. Darío reparte las hojas. El tic tac. El grafito del lápiz dibujando una clave de sol y la música delizandose en cada rincón.

Ya la presencia de Dario no era intimidante. A veces sacaba una bolsa con maní y arándanos y nos veía inclinados sobre las mesas con las mejillas hundidas entre los dedos tratando de distinguir entre acordes y figuras rítmicas. El día cálido. Muerdo la manga de mi suéter. La memoria de mi oído pérfido, la suma de valores de corcheas de la métrica regular pero no muy usada.

Fuimos casa con María y ella me trenzó el cabello con unas flores rojas. La tarde coloreada en naranja y rojo, el libro de Cortazar y Camila.

La noche del veintisiente de febrero. Las luces en el techo la base enredada en flores. El bombo y Manuel, las semillas que truenan y el agua en el pájaro.






El veinticiete de Febrero

Tomé el libro, con sus páginas gastadas y amarillas. El anillado desencajado al final. Lo senté sobre mis piernas. Las páginas y el ejercici...