
Cada recuerdo, salpicaba sobre mi cuerpo desnudo como densas gotas de lluvia, me enfriaban las entrañas y me hacían jadear.
Veía deslucir mis decisiones, que se burlaban de mi falta de carácter.
Yo era una intrusa en aquel abismo de mi propia vida; recordé como se sentía el calor incendiario de un beso, la fusión borrascosa de sentimientos, todo aquello que conseguía tambalearme del suelo.
La prontitud con que desencadenaba todos mis pensamientos, me hacían olvidar el destino que llevaba en dicho avión.
Viajé a mi bóveda celeste, al entrar en ella, emergió el llanto y la nostalgia.
Había una pared tapizada de fotografías, de aquellos momentos, que sin duda alguna, habían sido los mejores, pero vi todas esas personas que ya no estaban y que con su ausencia el tiempo había matizado la imagen en sepia.
Unas cuantas lágrimas rodaron por mis mejillas, aspire una bocanada de aire y salí.
Abrí los ojos, el avión ya había alcanzado tierra.
Comprendí que el que no continua su camino, queda expuesto a la desolación y al desaire.
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